PALABRA DE DUQUE 090219

¡Rapiña en el pantano! 

Al desplomarse muy cerca del aeropuerto de la Ciudad de México, un avión procedente de Chicago provocó la desbandada de saqueadores 

Por Julio Domínguez Balboa 

1969 no fue un buen año para la Compañía Mexicana de Aviación.

Después de la tragedia del vuelo 704, el 4 de junio de 1969, muy cerca del aeropuerto de Monterrey (en el que perecieron todos sus ocupantes); el 21 de septiembre de ese mismo año, cerca de las siete de la noche, en plena operación de aterrizaje en la Ciudad de México, el vuelo 801, procedente de Chicago (con 111 pasajeros y 7 tripulantes a bordo), cayó sobre el pantano del antiguo vaso de Texcoco, a kilómetro y medio de la pista, partiéndose en tres pedazos.

Por fortuna, en esta ocasión no hubo explosiones ni fuego, pero el hambre de los pobres se puso de manifiesto, cuando decenas de habitantes del bordo de Xochiaca y de Ciudad Nezahualcóyotl se fueron sobre las víctimas para arrebatarles sus pertenencias.

Poco antes, en plena aproximación a la pista de aterrizaje, vestida con su uniforme de estilo espacial, que tenía el sello de la moda de la época, la aeromoza Graciela Flores Alvarado retocó su maquillaje auxiliada por el espejo de uno de los baños, para salir después y solicitar a los pasajeros que abrocharan sus cinturones de seguridad, enderezaran sus respaldos y ese tipo de cosas, auxiliada por sus compañeros sobrecargos Rafael Aguilar Beltrán, José Luis Ortegón y Elisa González, quien pereció en el instante.

Todo parecía normal, las condiciones atmosféricas eran excelentes, pero cuando estaba a punto de tocar tierra, el avión empezó a vibrar intensamente, algo fuera de lo normal. Algunos pasajeros entraron en pánico y cuando los asistentes de vuelo se miraban consternados unos a otros sin saber qué hacer, la nave se desplomó y se estrelló contra las lodosas tierras del pantano. Primero se sintió un fuerte impacto y la nave se volvió a elevar unos cuantos segundos para luego clavarse definitivamente. Decenas de pasajeros salieron despedidos de la nave, mientras que los demás quedaron atrapados entre los hierros retorcidos. Una de las turbinas, que se desprendió de la cola, quedó sembrada a manera de insignia en medio del agua, cuyo fango impedía el rescate de heridos y cadáveres.  El Boeing 727 de la Compañía Mexicana de Aviación venía tripulado por el capitán Roberto Urías y los oficiales Luis Franco Espinosa y Luis Guillot, los tres fallecieron.

Después de la caída del jet, la escena se convirtió en una pesadilla. Entre las aguas lodosas había muertos, heridos y pedazos del avión. Rostros ensangrentados de hombres, mujeres y niños se hundían y volvían a salir del agua fangosa. Eran rostros que más bien parecían máscaras de barro.

Muchos de los heridos eran estadounidenses, aunque también los había de otras nacionalidades, principalmente mexicanos. El miedo de haber visto tan de cerca la muerte había cerrado sus labios. Muchos caminaban como autómatas entre el lodo que se teñía de rojo por la sangre.

En la parte media del avión era donde había más muertos y lesionados. Un hombre como de 60 años de edad, vestido de traje y corbata, quedó sumergido debajo de una de las alas y su cuerpo fue de los primeros en ser recuperados. Ya había muerto.

Los rescatistas avanzaban a duras penas, en medio de las pestilentes aguas e invadidos por miles de moscos, que los picoteaban y se les metían hasta por las fosas nasales. Un pasajero afirmó que durante el vuelo no existieron contratiempos. Sin embargo “cuando faltaba poco para llegar a la ciudad de México, el avión osciló como si hubiese entrado en una gran bolsa de aire. Ya no se elevó más, se estrelló en el lodo, salvó la vía ferroviaria (México-Texcoco) luego de estrellarse contra el talud y se clavó de nariz en el pantano. Se le cayeron las alas y se deslizó sobre el lodo, dando un par de panzazos”. En opinión de los expertos de Aeronáutica Civil, el terrible accidente se atribuyó a un desplome inesperado cuando el jet se encontraba a baja altura y a sólo dos kilómetros de las cabeceras de las pistas del aeropuerto. El descenso era correcto, existía plena visibilidad y los mismos pasajeros declararon haber visto desde las ventanillas cómo el jet descendía “poco a poco”. Esos desplomes, dijeron los peritos, acontecen cuando se tropieza con alguna corriente de aire, que abre un vacío en el espacio, sólo que a varios miles de pies de altura, los aviones logran corregir su posición y los pasajeros sólo experimentan un rápido descenso y todo vuelve a la normalidad. Pero en el caso del jet de Mexicana de Aviación, que sólo volaba en aquellos momentos a unos 600 metros de altura, se precipitó a tierra, aun cuando el piloto intentó evitarlo con gran esfuerzo, forzando los motores para elevarse.

Uno de los detalles más siniestros fue el hecho de que muchos vecinos del área, un lugar tradicionalmente miserable, se acercaron al lugar de la tragedia para saquearlo todo, sin importar que junto a los belices y bolsos de mano que vaciaban, los pasajeros heridos pedían su auxilio. De hecho, algunos tuvieron que ser acallados a golpes por tratar de defender sus pertenencias.

Al día siguiente, se organizó una verdadera feria en torno de los fangosos terrenos que rodeaban los restos del avión accidentado. Miles de curiosos acudían en filas interminables a mirar desde lejos las últimas labores de rescate de las víctimas. A lo largo del angosto y polvoso camino se habían establecido puestos de aguas frescas, tacos, tortas y frutas; y hasta allá llegaron carritos con paletas heladas, lo que daba el aspecto de una feria pueblerina.

A diferencia del avionazo de Monterrey, que cobró casi 100 vidas humanas, el del aeropuerto de la Ciudad de México dejó solo alrededor de 30. Sin embargo, el detalle de la rapiña agregó un toque macabro que fue comentado en el mundo entero.