PALABRA DE DUQUE 06/10/18

Extraña desaparición de la niña Matilde 

Verídica historia ocurrida hace más de 100 años en la ciudad de San Cristóbal. Los nombres verdaderos se omiten por respeto a la familia de la víctima; algunas referencias geográficas han sido cambiadas 

Por Julio Domínguez Balboa 

Corrían los primeros años del siglo XX, cuando la ciudad de San Cristóbal se vio conmocionada por una terrible noticia: la niña Matilde, primogénita de una de las familias más aristocráticas y poderosas de la ciudad, había sido raptada por su nana, una india de raza pura, de la que solamente se sabía que pertenecía a una comunidad cercana al pueblo de Tenejapa.

 

La tarde de los hechos, la mujer había vestido y acicalado a la niña, pues la madre de la criatura le había encargado que la llevara a casa de su abuela, muy cerca de la residencia familiar, ya que la anciana tenía ganas de ver a la niña, pero a la madre no le apetecía  ver a la anciana.

Todo parecía de lo más natural: aquella nana había cuidado a Matilde desde su nacimiento e, incluso, la había amamantado con su propia leche cuando la señora no quiso hacerlo más. No había motivos para desconfiar de ella, su devoción por la pequeña estaba más que comprobada.

Sin embargo, nada ocurre hasta que sucede, y Matilde, vestida y peinada como una muñeca, salió de la mano de su nana rumbo a casa de su abuela, a la que no llegó jamás.

Al caer la noche, los afligidos padres se comunicaron personalmente con el gobernador de Chiapas para pedir su ayuda, misma que les fue concedida sin límites ni condiciones. Se comisionó a diversos batallones de la guardia estatal para que buscaran a la niña y a su captora, pero no tuvieron éxito. Se rastreó toda la zona de Tenejapa y sus alrededores pero de Matilde y de su nana no se encontró nada.

En casa de los padres de la niña Matilde, todas las señoras de la mejor sociedad de San Cristóbal, sin faltar una, se reunían dos veces al día para rezar el Rosario, con la seguridad de que la Virgen María intercedería ante Dios para que la pequeña apareciera sana y salva. Sin embargo, eso no sucedía.

El caso fue tan sonado, que llegó a oídos del mismo presidente de la República, quien decidió tomar cartas en el asunto y también contribuyó con fuerzas federales para encontrar a la nena. Como si la tierra se hubiese tragado a Matilde y a su nana, nadie encontró ni rastro de ellas y, después de varios meses, las autoridades decidieron que lo mejor sería declarar muerta a Matilde y cesar la infructuosa búsqueda.

Resignados, los padres hicieron un altar dedicado a Matilde, en el que a diario la señora se hincaba para implorar no ya que apareciera su hija, sino que se le concediera la paz eterna. El ambiente en aquella mansión se volvió sombrío, todos sus habitantes, incluidos niños y criados, vestían de riguroso luto, aunque el cadáver de la presunta muerta no hubiese sido velado, ni sepultado por nadie.

Pasaron dos, tres, cuatro y cinco años del lamentable suceso, cuando de pronto, un grupo de indios, empleados de una finca ubicada en las faldas del Tzontehuitz, se aparecieron en las puertas de aquella casa solariega con la niña Matilde y con la nana. Esta última no había cambiado en nada, hasta su indumentaria era misma, pero Matilde, ya de ocho años de edad estaba casi irreconocible. Iba descalza, vestida a la usanza de alguna de las etnias del rumbo, y con el cabello trenzado con listones de colores.

De inmediato la policía se hizo presente y se llevó a todos los indios a la agencia del Ministerio Público, tanto a la raptora como a los supuestos salvadores, pues había que descartar que todo se tratase de una farsa. Pero como ninguno de los encargados de impartir justicia sabía hablar el idioma de aquellos indios, y éstos no entendían el castellano, se decidió fusilarlos a todos para no cometer alguna omisión que dejara al responsable impune.

Mientras tanto, en casa de la niña Matilde volvió a entrar la luz, aparentemente. Se trataba de la primogénita, no cabía la menor duda, pero la niña no hablaba ya ni una palabra en castellano, lo poco que decía era en dialecto y nadie lograba comprenderla. Bañarla fue toda una batalla, lo mismo que peinarla y calzarla. Se negaba a usar camisón de dormir y no quería recostarse en la cama, por lo que, ante su obcecada actitud, la madre ordenó que se colocaran unos petates en el piso de su cuarto para que Matilde no durmiera en el suelo.  

Incorregible, Matilde se negaba a usar zapatos y a convivir con la familia. No comía en la mesa con sus parientes, pues prefería hacerlo en la cocina con las criadas. Aquellas excentricidades pronto sacaron de quicio a su madre, quien optó por ocultarla de la sociedad, condenándola al ostracismo dentro de su propia casa de San Cristóbal.

A duras penas se consiguió que Matilde re aprendiera a hablar el español, pero con horror, los padres y los hermanos la vieron invocar a las deidades de los indios, y renegar de la palabra de Dios. Fue por eso que se ordenó que aquella niña no saliera más de su confinamiento, en el que se le vigilaba para que no incurriera en prácticas “satánicas” y aprendiera a usar los cubiertos en lugar de las manos para comer.

El tiempo siguió su curso, la abuela falleció primero, el padre después, y cuando Matilde era ya una mujer hecha y derecha, que siempre rechazó el modo de vida de la gente blanca, cierto día volvió a desaparecer de la casa, pero esta vez no lo hizo de la mano de su nana sino de un indio que entregaba leña a diario en la casa y que sin que nadie se diera cuenta, la enamoró.