Coexistencia con la desigualdad

Por Juan Rivero Valls

 

Dios morirá de viejo pesaroso y

Hastiado triste por no poder

encomendarse a dios: Mario Benedetti

 

Ahora que el senador panista Federico Döring ha presentado su iniciativa de ley para establecer controles sobre las redes sociales, en especial sobre los contenidos y la “protección” a los derechos de autor; que en los Estados Unidos se discute la propuesta de ley “SOPA”: “Stop Online Piracy Act” (Acta de cese a la piratería en línea) y ante la negativa de nuestro país de sumarse al ACTA (Acuerdo comercial anti-falsificación) y el infame intento del gobernador veracruzano Javier Duarte de criminalizar, acusando de terrorismo, a quienes pongan en la red información falsa, vale la pena reflexionar sobre el significado de las redes sociales en las relaciones sociales y el poder.

 

Antes de la aparición de este instrumento, vivimos durante siglos una enfermiza coexistencia pacífica con la desigualdad, a grado tal que ésta se nos hacía como una cosa “natural” creyendo, a pies juntillas, lo que los noticiarios televisivos nos decían porque, al fin y al cabo, los ciudadanos no podían expresar su sentir acerca de las acciones de gobierno; sin embargo, y para fortuna nuestra, la red ha permitido, de alguna manera, “democratizar” la información haciendo cada vez más difícil gobernar a los totalitarios.

Esto no quiere decir, por supuesto, que las dictaduras de facto vayan a desaparecer; vamos, ni siquiera la tentación de caer en ellas por parte de los políticos ultras, pero no les pavimenta el camino construyendo una sociedad si bien no más informada, si más crítica y vigilante de sus acciones. Y me atrevo a decir que no más informada, porque es verdad que mucha de la información subida a la red por ciudadanos comunes no está lo suficientemente sustentada y carece, en la mayoría de las ocasiones, de fuentes confiables.

Esto puede parecer ideal, pero el problema surge cuando una de estas informaciones sin sustento o hasta de mala leche, son reproducidas por los propios usuarias que las ven “graciosas” y se convierten en “virales” llegando a millones de usuarios, que las reciben y reproducen de la misma manera irreflexiva hasta convertirlas en “vox Dei” y ya no hay marcha atrás.

Políticos sin muchos escrúpulos y con mucha ansia de poder, han aprovechado esta circunstancia para inundar las redes sociales con informaciones falsas o tergiversadas con el único afán de desprestigiar a ciertos hombres y mujeres o a grupos y partidos, pero esto es inevitable y no es deseable legislar al respecto, ya que hacerlo significa una verdadera intromisión y un atentado contra nuestro legítimo derecho a blasfemar.

Las redes sociales se han convertido, de esta forma, en una herramienta fabulosa para que el ciudadano reproduzca su pensar y ha provocado que los detentadores del poder pongan especial cuidado en sus acciones, pues con ellas los ciudadanos se convierten en severos vigilantes de su proceder lo que, con seguridad, molesta a mas de uno, en especial si su comportamiento no es del todo traslúcido.

Cualquier intento por coartar la libertad ciudadana para expresar libremente su sentir, es un atentado contra la libertad de expresión, que no es patrimonio de los comunicadores, pues, finalmente y gracias a ello, el hombre común puede manifestarse sin peligro de ver cercenada su conciencia y entonces cabe preguntarse ¿de qué manera puede frenarse la información falsa, la que denigra? Y la respuesta es una sola, actuando con absoluta transparencia; no hay otro camino.

Así, la coexistencia con la desigualdad deja de ser pacífica para volverse beligerante; los ciudadanos pueden desde su espacio, oponerse a las acciones que lo afectan y multiplicar su opinión cientos de miles de veces hasta que ésta pueda convertirse en pública democratizando por fin el acceso a la información.

Pero tampoco es la panacea; ante un pueblo poco educado, la información falsa permea y el ciudadano corre el grave riesgo de ser manipulado al antojo de quien tiene la capacidad de “viralizar” una información cualquiera. Estamos en la edad del conocimiento, eso es cierto, pero este conocimiento debe seguir un proceso que solo el sistema educativo es capaz de ordenar, pero en nuestro país las instituciones encargadas de hacerlo no ven aun en este instrumento la posibilidad de lograrlo o, de plano, no saben cómo hacerlo.

 

El universo que nos enseña la internet es infinito, pero para que pueda ser de verdadera utilidad debe ordenarse no censurarse. Ninguna ley que restrinja el acceso a la red es deseable; ni la que discuten los legisladores estadounidenses (SOPA, ACTA), ni la que pretende Döring que discuta el Senado mexicano; hacerlo es una tentación hacia el autoritarismo que las redes han permitido comenzar a sacudirnos.