Éstas son mis raíces

Por Julio Domínguez Balboa

 

No me avergüenza ser rico gracias a la política porque mi trabajo me costó. Pocas personas saben de las mil y una peripecias que tuve que hacer para conseguir mi licenciatura en derecho, cuando en casa de mis padres no había dinero ni para pagar la renta y a veces ni para comer.

 

Sin embargo, jamás me dejé vencer, a veces tuve que trabajar y estudiar al mismo tiempo, pedir los libros prestados, desvelarme y esforzarme más que los demás para tener el título que me permitió entrar al círculo de amigos que me ha colocado en donde estoy y tener lo que tengo.

Quien me ve en la actualidad, ni se imagina todas las humillaciones, las antesalas, los trabajos extras y las suelas que tuve que lamer para ir escalando, poco a poco, de puesto en puesto, hasta colocarme en el sitio adecuado para hacer dinero desde los cargos públicos que he ocupado.

He vencido muchos obstáculos pero hay uno que todavía me cuesta mucho trabajo vencer, pero que existe y a veces me cuesta mucho sobrellevar: la vergüenza que siento de tener los padres que tengo y que no puedo cambiar.

Con el paso de los años, con la buena vida, con la mujer cara con la que me casé y con, en fin, mi roce social, me he vuelto una persona muy refinada, pero mis padres, por más que les he dado más de lo que han merecido, siguen siendo los mismos seres mediocres de siempre, incapaces de aceptar que, sea por lo que fuere, la fortuna me ha sonreído y a ellos conmigo.

Cuando era niño me habría encantado que mi mamá se vistiera como Silvia Pinal, que usara vestidos escotados, medias de nailon, zapatos de tacón alto, estolas de piel, peinados a la moda. Sin embargo, creo que ya desde entonces usaba el mismo vestido anodino y floreado, que hasta la fecha se pone, con su delantal azul, y los horrorosos zapatos de piso que no se quita ni para dormir. No puedo afirmar que se afeitara los sobacos porque su ropa siempre fue muy recatada para mostrar esa zona de su cuerpo.

Me hubiera encantado ver a mis padres asistir a fiestas de gala: ella ataviada con trajes de alta costura, con los hombros descubiertos, luciendo collares y brazaletes de esmeraldas, maquillada como una reina. A él lo imaginaba abriéndole la puerta del coche, ayudándola a subir, vestido con un elegante traje negro, camisa blanca, corbata de seda, zapatos brillantes.

La realidad es que jamás tuvimos coche. Hasta que pude comprar mi primer carrito de medio uso me transporté a todas partes en colectivo. Ellos lo siguen haciendo porque consideran un lujo innecesario pagar un taxi.

Ahora que lo pienso, mi papá jamás usó ni tuvo un traje. Hasta en su foto de bodas sale en mangas de camisa ¿cómo pensaba que iba a triunfar así en la vida? Sus mejores galas eran las de la derrota. Me pregunto cuál es el motivo que le impide por lo menos ahora, que es un viejo fracasado, vestir como gente decente. Todos sabemos que no tiene dinero para comprarse ropa pero yo sí lo tengo.

Es difícil para mí aceptar que mis padres son un par de desarrapados, a los que no puedo ni mostrar en las fiestas. Desconocen el gusto por la moda, por la buena comida y, obvio, odian el vino. Para ellos beber cerveza o ron Bacardí con coca cola y comer un pollo asado con papas fritas es un banquete. Me sabe mal llevarlos a un buen restaurante porque, aunque ellos no pagan ni un centavo, se avergüenzan al pedir platillos caros, se intimidan con los meseros, cualquier velada de lujo para ellos se vuelve una tortura.

 

Cuanto daría por poder jugar golf con mi papá, recorrer el green bebiendo whisky a la par de mis amigos y sus padres, mientras mi mamá, mi esposa y mi suegra jugasen canasta con otras damas de categoría. No obstante eso es sólo un sueño. Ya entendí que mis padres no cambiarían ni volviendo a nacer y que yo, impulsado por alguna extraña razón, me volví gente decente, perteneciente a otro mundo en el que no importa tanto de dónde vienes sino hacia dónde vas.