Barbie Japón  

Por Julio Domínguez Balboa

 

Ayer cumplí ocho años de edad y aunque me hicieron fiesta con piñata, pastel, sandwiches, tamales, gelatina, refresco y toda la cosa, creo que ha sido uno de los días más amargos de mi vida. “¿Qué quieres que te regalemos además de la fiesta y lo que va a cobrar el payaso?", me preguntaron mis padres ilusionados, y yo les contesté que me dieran dinero para escoger lo que yo quisiera en el departamento de juguetería de Liverpool. Deseosos de darme gusto, como suelen ser ellos para ciertas cuestiones, me dieron cuatro billetes de quinientos pesos para disponer de ellos según el antojo que tuviera al ver la mercancía para niños de tan prestigiado almacén.

 Antes de que empezara todo el ajetreo de la fiesta, mi mamá me dijo que si yo quería, podía llevarme en ese mismo momento a la juguetería a comprar mi regalo. Gustoso acepté y no podía disimular mi felicidad al sentir en el bolsillo de mi pantalón el rollito de cuatro billetes de quinientos pesos. "Te dejo para que escojas con calma lo que quieras, nene", me dijo amorosamente mi mamá y se fue a recorrer los departamentos de línea blanca, artículos para el hogar, perfumería y damas; mientras yo buscaba lo que esos dos mil pesos podrían darme. Vi autopistas y trenecitos eléctricos que superaban con mucho mi presupuesto, y ni los arsenales de guerra ni los artículos deportivos me llamaban la atención.

Fue entonces que la descubrí entre decenas de cajas pintadas de colores chillantes y bien incrustada en uno de los anaqueles destinados a muñecas y juegos de té, ahí estaba, delicada, pálida y etérea, exquisitamente peinada y ataviada, la "Barbie Japón". Me pareció uno de los objetos más exquisitos que hasta entonces había visto en mi vida. Era de plástico como sus hermanas e igualmente bella, pero sus proporciones eran más pequeñas que las de la vulgar "Barbie Malibú". En lugar de tener el cabello largo y platinado, la "Barbie Japón" lo tenía negro y decorosamente corto, recogido en un chongo detrás de la nuca. Su piel, amarilla como la cera, aumentaba el efecto de fragilidad que tenía su complexión entera; sus bellísimos ojos oscuros, además del resto de la cara, estaban maquillados pero discretamente, como toda ella. Vestía un sencillo kimono blanco bordado en oro, y calzaba las típicas chanclas de madera que usan las japonesas.

Era tan bella la "Barbie Japón", que no pude evitar pararme frente a ella y verla fijamente. Parecía una perla entre sus congéneres; nada tenía que hacer muñeca alguna a su lado, era la materialización del buen gusto y la elegancia de Oriente. Llegué a sentir que su mirada y la mía se cruzaban, y me decía: "sácame de este agujero lleno de gringas que ya me tienen hasta la madre con sus nalgotas y sus chichotas”. No necesitaba hablar para hacerme saber su secreto: “no quiero caer en manos de una horrenda niña que convierta en jirones mi kimono y a la primera de cambios me meta bajo el chorro de la regadera para bañarme, ¡rescátame por favor!"

"Además de la ropita que trae puesta, puedes comprarle todo tipo de vestidos, blusas, pantalones, piyamas, zapatos, botas y hasta traje de novia por separado, pues aunque es más pequeña, de todas maneras le vienen todos los accesorios de Barbie". Me dijo una comprensiva vendedora que me descubrió admirando a la "Barbie Japón". No lo dudé más, sin poder impedirlo, en un ataque de compulsión, pedí a la vendedora que me cobrara el importe de la muñeca, y que cargara en la cuenta dos trajes de noche, uno de baño y dos conjuntos casuales con bolsa y zapatillas haciendo juego. Por poco me olvidaba de la ropa de dormir, pero justo a tiempo escogí unos camisones que me parecieron de lo más cute, sobre todo uno hecho de gasa, con pantuflas de tacón alto y peluche, además de un "poodle" mini toy.

Sonriente, la vendedora envolvió todo en varias bolsas de plástico y me las entregó junto con unos cuantos pesos de cambio. Fue justamente en ese momento cuando puse los pies sobre la tierra y me sentí avergonzado por lo que acababa de hacer. ¿Cómo podría explicar a mis padres que yo, su hijo varón, en lugar de comprarme un equipo de football o, ya de perdida, un avioncito de armar, había preferido a la "Barbie Japón" con su traje de paisana y un guardarropa completo de prendas occidentales?

"Déjame ver qué traes", me dijo mi mamá pretendiendo abrir una de las bolsas, lo cual, en un  afán de ocultar la evidencia, yo impedí. Llegamos al carro y una vez a bordo, ella rasgó el plástico y atónita se quedó viendo a la "Barbie Japón", obteniendo como respuesta de la muñeca la misma sonriente mirada que un buen diseñador había estampado en su rostro.

"Hubiera preferido que fueras cojo, tuerto, idiota o retrasado mental, pero no maricón", me dijo mi mamá después de abofetearme, y me pidió que fuera con la señorita a devolver la "Barbie Japón" y el resto de "mis puterías".

No sabía qué hacer por la humillación que tendría que pasar ante la empleada, cuando, con una misteriosa y malévola sonrisa, mi madre me dijo que olvidara todo, que me quedara en el coche con mi muñeca, pues quería ver la cara que pondría mi papá al descubrir mis verdaderos gustos para los juguetes.

Rojo de vergüenza bajé del coche con mis regalos, y ya me esperaban en la sala, además de mi padre y mi abuelita, mis tíos y mis primos. Irónica y escandalosa, mi madre les suplicó a todos que vinieran a ver lo que me había comprado, y al hermano de mi papá casi se le cae la cerveza de la mano cuando vio a la "Barbie Japón". Mis tíos se reían y mis primos me gritaban que era un mariquita sin calzones, mientras el autor de mis días, ya con varios whiskys de más, me molía a patadas en el suelo.

Hecho un guiñapo después de la madriza, recogí a la "Barbie Japón", la llevé a mi cuarto y la escondí en el clóset. Me bañé y me puse ropa nueva para la fiesta. Jugué con mis amigos y primos a policías y ladrones y a los encantados, además de saludar con un beso a todas las señoras que llegaron a mi piñata con sus hijos, fingiendo que no pasaba nada, pero consciente de que hasta las criadas festejaban divertidas en la cocina el penoso incidente.

Durante la fiesta sorprendí a mi padre diciéndole a sus amigos que no tenía idea de quién pudiera ayudarme ni sabía qué hacer conmigo. En ese momento se abrió entre él y yo una distancia que jamás se volvió a cerrar. Simplemente sentí que pertenecíamos a mundos diferentes y a partir de esa premisa empecé a construir el mío.

Tratando de tapar mi vergüenza, mi madre respondía a los que le preguntaban, que todo había sido un acto de generosidad increíble en un niño, y que yo había comprado la "Barbie Japón"  para regalarla a una niña pobre.

Sin embargo, al pasar los días, pretendiendo que aquello no ocurría,  mis padres me permitían jugar con la “Barbie Japón” en silencio, en la privacidad de mi recámara. Estoy seguro de que conocían el sitio en el que yo escondía a la muñeca y todo su guardarropa, pero ni se deshicieron de ella ni revelaron su guarida jamás.