Lémures inanimados

Por Nizaleb Corzo.

Inflación. Los que formamos parte de la comúnmente llamada generación X, conocemos bien el término. Porque esa época no sólo se trató de revoluciones tecnológicas permanentes como pasar del blanco y negro al color en las pantallas de televisión, de lo alámbrico a lo inalámbrico en los controles… en fin. En México, el alza generalizada de precios fue el común denominador de las familias en ese lapso. Nunca sabíamos qué iba a pasar con la economía nuclear, siempre había que aprovechar las oportunidades. En Tuxtla, donde vivimos nosotros desde inicios de los años ochenta, era común que en las casas nos abasteciéramos con sacos de granos, azúcar y cajas de aceite para prevenir el desabasto que provocaba la escalada inflacionaria. De un día para otro los importes de los productos básicos se elevaban al doble y todo desaparecía en segundos de las tiendas. Era imposible planear eficientemente la economía en cualquier escala social o empresarial.

Yo viví en carne propia el efecto. En aquellas épocas de mi niñez, mis padres eran muy estrictos con nuestra alimentación. Nos mandaban a la escuela siempre bien equipados en la lonchera, con puros alimentos sanos. De manera que no hacía falta formarse en la cooperativa del colegio para completar el refrigerio. Sobra mencionar que el licuado mañanero se componía de alrededor de 500 calorías –una mezcla de leche, plátano, chocolate y huevo-. ¡Suficiente para toda la mañana! 

Como muchos niños, la comida chatarra que vendían en la tienda escolar me resultaba muy atractiva. Un refresco de cola y unas frituras que antes eran representadas por un ratón  ahora es un tigre- costaban juntos, 6 pesos de los viejos. Ello me obligaba a ahorrar la aportación dominical que nos hacía mi papá más un peso adicional, durante una semana, para lograr comprar el anhelado paquete. Sin tener además que pasar por la aprobación parental que, seguro estaba, sería negativa para esos fines.

Así que junté, durante una semana, cada centavo que recibía de mis padres, o que me ganaba por alguna labor casera o del negocio familiar. Recuerdo haber llegado a la escuela ese viernes con el corazón palpitando de alegría. En mi bolso derecho del pantalón titilaban las monedas destinadas al suculento piscolabis prohibido. Las horas que pasaron desde mi llegada hasta que salimos al recreo pasaron lentas. Salí del salón con paso firme hasta la reja que separaba la muchedumbre de golosos y los anaqueles de la cooperativa. Como era pequeño, tuve que treparme por los barrotes hasta que mis bracitos alcanzaron el borde superior. –¡Una coca y unos chetos, por favor!-, pedí a la encargada como si se tratara de las acciones de una empresa en ascenso en el piso de remates.

Mis 6 pesos viejos estaban sujetos de mi mano, para evitar que cualquier centavo se cayera. Era difícil sostener toda esa morralla con mi pequeño puño. De pronto, volteó hacia mí la señora y me dice: -Son 6.50…- Con lágrimas en los ojos ví que los precios se habían incrementado ese mismo día. El paquete había subido 50 centavos y no había manera de cambiar eso. Eran precios controlados. No tenía acceso al crédito porque mis papás no avalaban esas transacciones. De hecho siempre daban instrucciones precisas de que no tomara nada de esa tienda, a menos que llevara dinero para comprar.

Así de cruel es el fantasma de la inflación. Es casi apocalíptico. En México se viven otros momentos. La especulación se lleva a cabo en otras divisas. A pesar de que la gente de a pie diga que los precios han aumentado y que las instituciones de este país esconden la verdad –a través de la manipulación de la información- al respecto del tema inflacionario, lo cierto es que no estamos ante ese riesgo, todavía. Como sí lo viven ahora otros, como los venezolanos. 

El riesgo siempre vivirá latente. Como esos virus que se creen erradicados y de pronto atacan sin piedad zonas vulnerables. El pacto tácito entre las tres esferas de la sociedad permite el equilibrio. Cada uno hace su trabajo. Espero que así sigan las condiciones en México. Que la amenaza de la escala inflacionaria no reavive su llama ante los embates internacionales por el incremento en los precios del dólar y la caída en los precios del petróleo en todo el mundo. 

Estoy seguro que nada pasará sino hasta después de julio de este año. Las elecciones también forman parte de la ecuación por el grado de dificultad que obsequian todos los temas en torno a la crisis. Y después de ello, las aguas de la política vovlerán a su calma y podremos ver las consecuencias futuras.

Espero no equivocarme. Tengo algunos antojos todavía qué apaciguar, pagos qué atender y apenas comienzo a juntar nuevamente los centavos.