Jet Set Chiapaneco - Boda a la deriva

Boda a la deriva

Por Duque de Santo Ton.

Hace algunos años estuvo de moda celebrar bodas por todo lo alto, en lo que entonces se llamaba "Parque ecoturístico Cañón del Sumidero", un paraíso artificial, ubicado en las márgenes de la presa  Chicoasén y operado por el grupo Xcaret, que al ser inaugurado contaba con todas las comodidades y lujos de los parques temáticos manejados por esa empresa y que en Quintana Roo han sido todo un éxito.

Quizás la mayor extravagancia de todas era llevar hasta allá todos los elementos necesarios para la celebración de un matrimonio, desde la comida y los tragos hasta la música y al sacerdote mismo, sin olvidar, por supuesto, a los invitados. 

Peinadores y maquillistas se encargaban de arreglar a la contrayente en las instalaciones del propio Parque, pero todos los demás tenían que llegar debidamente emperifollados desde el principio.

Recuerdo especialmente un enlace religioso que se celebró por la noche y al que fui especialmente invitado, pues la abuela del novio se había encaprichado en que yo escribiera la reseña del acontecimiento social para el periódico en el que en aquel entonces prestaba mis servicios. La señora, quien hasta la fecha es una gran dama en toda la extensión de la palabra, me llamó por teléfono a mi celular para extenderme la invitación, la cual hizo patente con una lujosa tarjeta en un sobre lacrado a mi nombre que su chofer me llevó al día siguiente hasta las puertas de mi domicilio. 

La cita era el día de la boda en el embarcadero de Chicoasén, el que está muy cerca de la cortina de la presa, y el "dress code" era ropa de etiqueta, es decir traje negro para los hombres y vestido largo para las mujeres.

Aunque yo no conocía a los novios, igual me sentía muy entusiasmado al llegar y ver a la high society de Tuxtla, de San Cristóbal y de otros lugares de México, haciendo fila para abordar las lanchas propiedad del parque que nos trasladarían a las instalaciones.

Pese a ser un lugar ubicado en pleno trópico, soplaba un fresco viento, lo que fue motivo suficiente para que algunas señoras sacaran a pasear sus minks y sus zorros siberianos. Por lo demás, sus vestidos de raso, de moiré, de seda cruda y de otras lujosas telas recamadas con cristales Swarovsky, lentejuelas, chaquiras y otros brillantes ornamentos las hacían lucir como verdaderas reinas, con joyas y tiaras, algunas originales, algunas copias auténticas y otras descaradamente falsas.

Antes de subirnos a las embarcaciones, meseros uniformados pasaban repartiendo cocteles, que la mayoría apurábamos de un solo trago porque aunque no lo comentábamos, estábamos muertos de miedo por la pequeña pero peligrosa travesía que nos esperaba.

Los empleados del parque nos daban indicaciones, nos colocaban a todos chalecos salvavidas y no permitían que nadie viajara de pie. Muchos tuxtlecos nos saludábamos con cara de "mira jamás pensé que te invitarán", y entablamos pequeñas conversaciones antes de que en unas pantallas colocadas al efecto, se proyectaran videos y fotografías viejas, que ilustraban la infancia de los novios, la manera en que se habían conocido, el momento en el que él entregó a ella el anillo de bodas y cursilerías por el estilo.

Pero si algunos llegamos a dudar del buen gusto de los anfitriones, cambiamos de idea al contemplar el salón de fiestas, en forma de herradura, elegantemente arreglado. En el centro había un anfiteatro estilo romano, en el que se colocó un altar para que el sacerdote oficiara la Misa.

Las mejores bebidas y botanas precedieron la entrada de la novia, una preciosa chica, tan elegante, que si no hubiera sabido que era chiapaneca habría jurado que era francesa, italiana o neoyorkina, aunque era claro que el rubio de su cabello no era natural.

La misa fue muy emotiva, las damas de honor, todas con tipo de niñas decentes y ricas, iban vestidas todas iguales con trajes muy elegantes y con el cabello recogido.

En ningún momento se dejó de servir trago, y hasta la fecha sigo preguntándome si beber whisky mientras se presencia una ceremonia religiosa es pecado. Para corresponder las atenciones recibidas saqué a bailar a la abuela del novio, quien también lucía despampanante a sus ochenta y tantos años de edad, portando un aderezo de rubíes y brillantes engarzados en platino, que armonizaban con su traje color rojo Borgoña.

Durante la fiesta varios de los invitados me llamaron a sentarme a su mesa, y con todos brindé y brindé, hasta que llegó la madrugada y por unos altavoces se anunció que estaba a punto de zarpar la última lancha. Algunos no hicimos caso y seguimos bebiendo, hasta que el gerente de relaciones públicas del parque, quien era mi amigo, vino a pedirme que por favor siguiera las instrucciones pues estaba a punto de venírseles encima un problema sindical con los trabajadores que no pensaban quedarse tan tarde. Mis intentos por hacer una cooperación para fletar una lancha especial fueron en vano y cuando llegué al embarcadero, los encargados de la transportación acuática, ya sin ninguna consideración, nos hicieron caber a todos los que quedábamos en el último viaje hacia la otra orilla, que no está precisamente cerca. Sentados unos sobre los otros algunos de los pasajeros, pero la mayoría de pie, fuimos subidos casi a la fuerza al bote. Ni las corbatas de seda de los caballeros ni los zapatos de altísimos tacones de las señoras ni siquiera sus joyas, sirvieron para obtener ningún privilegio, navegamos alrededor de media hora, tal vez un poco más, hasta llegar al otro embarcadero, y respiramos aliviados al atracar pues aquella lancha ni luces tenía ni equipo de radiocomunicación y no habíamos tenido contratiempos gracias a la pericia del único miembro de la tripulación, un nativo que supo no perder el rumbo. Con cierto alivio nos subimos a los automóviles en los que habíamos llegado al embarcadero pero en el último momento pedí que detuvieran el coche porque tenía ganas de orinar. Traté de ocultarme en la maleza y así lo hice, pero justo cuando había terminado y subía el cierre de mi bragueta alguien me pegó con un tubo o con algún palo en la cabeza, que me dejó morado un ojo y, literalmente, un chipote con sangre. Nunca supe quien fue el autor de la agresión pero llegué a mi casa hecho un Santo Cristo cuando en el reloj de la escalera sonaban las siete de la mañana. Pensé que aquel golpe dejaría secuelas en mi cerebro pero, después de tanto tiempo, escribo este relato como si me hubiera sucedido ayer, aunque ya el parque, sus animales, su anfiteatro, sus orquestas y sus bodas sean parte ya del pasado y su fracaso, no lo dudo, haya enriquecido a más de dos o tres funcionarios. C'EST LA VIE!