Chanel No. 5  

Por Julio Domínguez Balboa

Era muy joven todavía cuando me dejé cautivar por un empleo burocrático, de esos en los que las habilidades más valoradas son el arte de lamerle las botas al jefe y aspirar sus flatulencias como si fueran de perfume Chanel número 5. La verdad es que desde que estaba en el jardín de niños he sido un animal para ejercer la lambisconería y nunca me he dejado pisotear, por lo que lo único que me ha valido para salir adelante en los empleos ha sido mi verdadera habilidad para hacer las cosas.

Aquella chamba  era de “jefe de departamento” en la dirección jurídica de una dependencia federal, y tenía a mi cargo a una secretaria, a un viejo gestor y a dos jóvenes pasantes. Estos últimos, a quienes había dado clases en la universidad, decían ser mis fieles admiradores y no había día de la semana en el que no me juraran lealtad eterna y halagaran los artículos que sobre jurisprudencia solía publicar en una revista especializada. La relación que yo tenía con mi propio jefe era muy similar, porque también había sido mi profesor, pero con la diferencia de que los elogios a nuestros textos publicados eran mutuos pues coeditábamos y escribíamos en un magacín mensual de la Facultad. Como suele ocurrir en las dependencias de cuyas ubres maman los empleados del gobierno, en cierta ocasión empecé a sentir paranoia al notar que el jefe, pese a ser mi amigo, saludaba, bromeaba y platicaba con todos menos conmigo. Mi secretaria me advirtió que había alguien calentándole la cabeza al jefe en contra mía, pero yo no di importancia al asunto porque yo cumplía cabalmente con mi trabajo, y el público al que brindábamos nuestros servicios prácticamente me adoraba porque además de todo, yo sí tenía criterio jurídico y cultura general, dos virtudes que en las oficinas suelen ser defectos. “No hagas caso, tú eres un chingón, decían mis pasantes”, pero un día entre los días germinó en mí la semilla de la paranoia. Trataba de saludar a mi jefe o hacerle la plática y él me esquivaba, hasta que, sin resistirlo más, lo invité a comer a un restaurante de postín, para aclarar la situación. El tipo aceptó, fuimos a comer los dos solos, y entre broma y risa jamás se trató el asunto. Nos despedimos de muy buena manera y creí que el asunto debería olvidarse, al día siguiente llegué a la oficina, el secretario particular del multicitado jefe se me presentó y me dijo que en nombre del licenciado me pedía formalmente que firmara mi renuncia. Sorprendido traté de hablar con el jefe, pero el “particular” me comunicó que le había pedido que me dijera que por favor no lo buscara porque no me iba a recibir. Redacté escuetamente mi carta de renuncia, salí sin despedirme de nadie y no regresé hasta un mes después para recoger mis cosas y cobrar el dinero que se me debía, al que se agregó un jugoso bono compensatorio. Uno de mis ex pasantes ocupaba ya mi escritorio y era jefe de mi ex secretaria. Pensé en preguntar a mi ex jefe el motivo de aquella resolución pero no me dio la cara. “Algún día me lo encontraré y le preguntaré”, me dije a mi mismo, pero ello no fue posible porque un silencioso, sorpresivo y fulminante cáncer lo mató  ya hace varios años, antes de que pudiera despejar mis dudas.