Estallido inmemorial

Por Nizaleb Corzo

-¿Licenciado?- Escuché del otro lado del celular a las 15:50 horas de ese fatídico 31 de enero de 2013. Era mi secretaria. Me estaba avisando que el sótano y la planta baja del edificio B2 del Centro Administrativo de Pemex –en el D.F.- habían explotado. Me sobresalté. Ahí estaban siempre un grupo de colaboradores, en la bóveda de ese mismo edificio. Eran los encargados de custodiar las escrituras de toda la empresa. Un área que estaba a mi cargo.

Muchos años antes, cuando estaba dedicado a las labores sociales de la paraestatal, recibí innumerables llamadas como esa. Pero se trataban de tragedias en las zonas de exploración, en los derechos de vía donde pasan los ductos, en refinerías. Allá en Veracruz, Campeche, Tamaulipas. Nunca tan cerca de mí, de los pasillos por donde transitaba todos los días. Me sentí absolutamente vulnerable.

Vivía muy cerca de mi oficina en ese entonces. En unos departamentos de última generación. Cuentan con todos los servicios necesarios para no alejarse de una vida cómoda, ejecutiva pero más funcional y placentera. Dejé la comida y corrí hacia la oficina. De frente me fui encontrando con compañeros y amigos que me decían que todo estaba cerrado, que lo mejor era que regresar. No me detuve hasta llegar al primer anillo de seguridad que habían instalado los mismos guardias de la empresa. –Pase, licenciado-, me dijo uno de ellos. Hay que aclarar que en Pemex o eres ingeniero o licenciado. Claro, si cuentas con un puesto de autoridad. Si no, eres el Conan, la Barbie, el Wolverine. Con suerte, te llamarán por tu apellido. 

El derredor era un caos: Gente herida salía de las instalaciones para buscar ayuda. –No están dando el servicio-, me dijo una señora que tenía un cristal atravesado en la mejilla, como un proyectil. Y otro, mucho más grande, que cruzaba su muslo izquierdo. Sin pensarlo, la cargué y entré al complejo. Fue mi salvoconducto. Ya en la clínica pude notar que nadie estaba preparado para una emergencia de ese tamaño. Los doctores curaban heridas, las enfermeras corrían por material. El resto de esas dos horas dentro de la sala de emergencias, me lo reservo. Por respeto a Pemex y a mis compañeros heridos y acaecidos. La única alegría entre la tragedia fue encontrar a casi todo mi equipo vivo. Sólo faltaba el más viejo, Pedro. No sabíamos nada de él. Poco a poco se fue vaciando la clínica y los que estábamos preparados para la faena, nos fuimos a la zona cero. 

Vino el trabajo más pesado. La búsqueda de los desaparecidos y la recuperación de los cuerpos. Entre gritos y desasosiego fuimos encontrando más heridos y otros muertos. El ejército llegó, la Policía Federal también. El chino Méndez con sus topos. Ya para la noche, los voluntarios fuimos relevados por especialistas. Llegó el secretario de Gobernación, más tarde el presidente Peña Nieto. Su asombro era notable. Y como todos los momentos de caos, la pregunta en el aire era: ¿Qué pasó?

Nos mandaron a nuestras casas. A descansar, porque iniciaríamos muy temprano las tareas de recuento de los daños y comenzar con los reportes a la Procuraduría General de la República acerca de toda la información disponible para esclarecer los hechos. El viejo Pedro apareció en un reportaje de López Dóriga desde el hospital de Picacho. ¡Estaba vivo! Mi equipo había aguantado como los grandes. Nadie volvería a trabajar en ese sótano, se los prometí. Les prometí que subiríamos juntos a mis oficinas del piso 34 de la torreo, o hallaríamos un lugar mucho más seguro y sereno para ellos. Y así fue. El Archivo Patrimonial ahora es mucho más moderno y se ubica en una zona más libre de riesgos.

Esa noche, no dormí. Soñé que me quedaba encerrado en el sótano. Oscuro, destrozado, como lo había visto. Con la amenaza permanente de caerse todo de una vez en caso de que el estallido hubiera provocado un posible daño a la estructura del inmueble. Eso lo seguí soñando varios meses después. Fue difícil recuperar el ánimo y la seguridad. 

El apenas nombrado director, Emilio Lozoya, llegó de India la mañana siguiente. No cabía en sí al ver la catástrofe. Una especie de novatada cruel y despiadada que nadie merece. El resto de los días fue buscar entre los escombros. Recuperar lo más que se podía. Informar de lo que se destruyó. Y comenzar la reconstrucción lo más rápido posible para pasar pronto el trago amargo. Las conclusiones de la investigación son por todos conocidas. Concentración de gas en la parte más baja del edificio y una chispa incendiaria. El procurador Murillo Karam hizo un trabajo minucioso. No dejó títere sin cabeza. Vinieron peritos de todo el mundo. Ahí estuve yo, también. Me siento orgulloso de haber participado de principio a fin en las labores de rescate y reconstrucción.

Pemex cambió ese día. En el aire -hasta el último día que trabajé ahí, en diciembre de 2014- se respiraba aún la inseguridad, el miedo, la melancolía. Ya no sueño tanto con el sótano. Por costumbre, morbo, incluso verdadero interés, sigo a Pemex desde la trinchera de los diarios y los noticieros. Es una pena que el arranque de la nueva época de transformación esté acompañado de una crisis por el precio del crudo. Estiman los especialistas que los bajos precios durarán más allá de este año. Las licitaciones de los primeros bloques no resultaron tan atractivas como se esperaba. 

Estoy convencido que vendrán mejores momentos para la industria petrolera nacional. Si el B2 se levantó de entre los escombros, con mayor razón Pemex y aquellas otras compañías que busquen el mejor beneficio compartido. Sirve a México y sirve a los ciudadanos. Quienes queremos ver los provechos de esta nueva era de apertura, que promete grandes ventajas futuras para nuestros bolsillos.

A dos años del suceso. Quiero recordar a los compañeros que fallecieron ese día. En especial a mis conocidas Betty Castro y Evita Melchor. Grandes compañeras que les alcanzó la muerte trabajando. Como lo hicieron por muchos años para esa gran empresa. Descansen en paz por la eternidad.