El camino de la negación

 

Por Juan Rivero Valls

 

No voy a llorar//no voy a escribir//no voy a amar//porque no necesito estas lágrimas//ni se me antojan estos versos//ni me late este corazón//y si decís que me niego//que la realidad es consistente//me negaré a creerte//(me negaré a creerte//que me niego).

Mónica Laneri

 

 

Todos, creo, deseamos una vida digna; esa dignidad que nos proporciona el mínimo confort. Algo así como vivir en una calle pavimentada y con drenaje pluvial; que al entrar a nuestras viviendas y apretar un botón se ilumine la habitación porque tenemos luz eléctrica, o que al abrir el grifo del lavabo salga de él agua limpia y de preferencia potable; que podamos cocinar nuestros alimentos en una estufa de gas y cosas por el estilo que se nos hacen tan comunes que no caemos ya en cuenta de todo lo que hay detrás de eso.

Se requiere trabajo, inversión, obra; obra que en muchas ocasiones modifica el paisaje pero que se requiere para que ese ‘vivir de mejor manera’ sea posible; y esto viene a colación porque ahora que han comenzado las campañas políticas, ciudades de todo el país se inundan de propaganda del no, de la negatividad: No al gasoducto; no al libramiento; no a la presa, no a la ampliación, no al no; pero al mismo tiempo y de manera contradictoria, exigen cambios, progreso, bienestar.

Y ese no nos lo pintan como un augurio de tragedia, de muerte, como si el simple hecho de construir una obra trajera aparejada la desgracia colectiva y no el bienestar. Ese ‘no’, usado como bandera por los candidatos y partidos opositores es un ‘no’ irreflexivo; es la negación de todo, es el “se los dije que nos iban a llevar al despeñadero”, y es un ‘no’, que si bien se ve por las calles más transitadas de las ciudades, se multiplica exponencialmente a través de las redes sociales.

En realidad hay que decir ‘si’, pero no un ‘si’ aborregado, igual de irreflexivo o indolente; ese si debe estar acompañado de estricta vigilancia no solo para evitar los desvíos de dinero, sino para que las obras que se concluyan tengan el menor impacto posible y ahí es donde las instituciones educativas pueden jugar un papel importante y, con ello, mejorar sus situaciones financieras.

Hace ya varios años, durante el sexenio echeverrista y a través de la CONASUPO, se integraron coordinadas por Eraclio Zepeda brigadas interdisciplinarias de muchachos en servicio social de diferentes universidades públicas para realizar trabajos en comunidades marginadas; un buen intento que no pudo seguir debido a que se trataba de un programa gubernamental, limitado en el tiempo al que el titular durara en él.

Un grupo de investigadores de la Universidad de Santiago de Compostela, España, especializado en resucitar aldeas por el mundo, dirigidos por la física Ángeles López Agüera, entre sus 13 miembros hay ingenieros, economistas, arquitectos y hasta un politólogo. Desde hace cinco años y bajo la supervisión de la Unesco, funden sus conocimientos para transformar pequeñas comunidades vecinales de América Latina y África que no tenían ni los más básicos servicios en poblaciones “autosuficientes” —económica y energéticamente—, sostenibles y adaptadas al siglo XXI.

Esta experiencia española ha dado resultados sorprendentes y bien pudiera adecuarse a la realidad mexicana. En Xalapa, la Universidad Veracruzana ha hecho algo similar a través de su área biológico-agropecuaria que ha sabido intervenir ante las empresas públicas como PEMEX, CFE o APIVER, como ente investigador y asesor para que las inversiones que estas empresas realizan afecten a la población y a sus entornos lo menos posible, tratando de que ese desarrollo que se plantea sea sostenible en el mayor grado.

Pero esta iniciativa aún está coja, pues si bien hacen trabajos fundamentales para que el desarrollo regional se dé de la manera menos dramática posible en cuanto al impacto ambiental; falta que se incorporen a ella los trabajos que solo las ciencias sociales pueden aportar; a estos trabajos de previsión y remediación ambiental deberían incorporarse especialistas en antropología social que estudien los efectos de estas inversiones y modificaciones en las culturas que se encuentran en el ámbito de acción de las inversiones; sociólogos que amainen el impacto en la vida de las comunidades y comunicólogos que nos expliquen con veracidad qué es lo que se está haciendo porque, al fin y al cabo, como dijo Walter Lippman “no existe aquello que no se cuenta”.

Las sociedades modernas, especialmente las urbanas, han cambiado radicalmente a partir de la aparición de las redes sociales y ahora reclaman una participación activa en el desarrollo, lo que es más que deseable, pero sigue faltando esa información pues sin ella, la intervención de las universidades, lejos de representar una garantía de que las cosas se hacen de forma adecuada, convierten a las instituciones educativas en cómplices del drama.

 

Este camino, además de significar un hecho relevante en cuanto a que los trabajos se harán con el debido cuidado, puede significar, asimismo, una alternativa fabulosa para que las universidades públicas se integren con la población de su entorno (tal y como lo marca su tercera función, la difusión de la cultura) y se hagan de recursos económicos que tanta falte les hacen, pero para ello, los investigadores deben bajarse de la nube del academisismo para entender que la inversión en infraestructura es necesaria para una mejor vida y asumir su responsabilidad de vigilante del desarrollo sustentable porque, al fin y al cabo, las universidades públicas son eso, entidades que se deben no solo a sus estudiantes, profesores e investigadores, sino especialmente, a la población de su entorno.