La güera malcriada

La guera malcriada

Por Julio Domínguez Balboa

Yo siempre he preferido lo artificial sobre lo natural. Cuando me casé era un pobre diablo, y a lo más que pude aspirar fue a una mujer flaca, huesuda, sin pechos ni nalgas y con tipo de criada. La única ventaja que tenía aquel esperpento era la consciencia de que sólo yo podría fijarme en ella, y que por lo tanto tenía que atenderme como si fuera su rey y, sobre todo, serme fiel.

Ya dije que cuando me casé era un pobre diablo, por lo que la boda fue sencilla, sin lujos ni gastos superfluos. A mi esposa le compré el vestido más barato que pude conseguir en “El paraíso de las novias”, y la mandé a un salón de belleza para que le depilaran cejas, brazos, piernas y bigote, además de que le hicieran un peinado muy bonito, en el cual pudiera encajar la diadema de cristales y metal corriente que le regaló su mamá, quien también fue encargada de preparar el cochito con frijoles refritos que se sirvió en el banquete nupcial.

Sin tener que decirle nada, como un animalito que infiere los gustos de su amo, mi esposa siguió y sigue depilándose, aunque nunca antes tuvo esa costumbre. Sabe que la prefiero lampiña. 

Cuando regresamos de la luna de miel, que pasamos en el puerto de Veracruz, mi mujer ya venía con el cabello pintado de rubio platino y siempre maquillada, pues le advertí claramente que cada vez que la viera sin pintar no sólo la iba a castigar con no salir de la casa sino que tampoco le daría ni cinco centavos para que gastara. Para que no se olvidara de pintarse el pelo ni de retocarse las raíces, empecé a llamarla “Güera”, que es como todo el mundo la conoce actualmente a pesar de que la Güera es en realidad morena.

Después de que nacieron mis dos hijos, pedí al ginecólogo que ligara a la Güera para no tener más hijos. Al principio ella no quería pero terminó queriendo. Cuando terminó de criar, la Güera era todavía relativamente joven. 

A Dios gracias cada vez me ha ido mejor en la política, y después de haber empezado como el pobre diablo chofer de un licenciado, terminé de director, de diputado y hasta de secretario de estado. Obviamente la Güera tenía que superarse y me propuse transformarla.

Primero hice que le arreglaran los senos y las nalgas, así como la cintura y las piernas, mediante carísimos implantes y lipoescultura. También le hicieron una rinoplastia, y le monearon los pómulos, los párpados y el mentón, además de las correspondientes sesiones de bottox para disimular algunas incómodas arruguitas que empezaban a notársele.

Una fortuna gasté para que la Güera fuese a tomar muchos cursos de personalidad, de buenas maneras y de cultura general. Casi a fuerzas la hice aficionada a la lectura y a la buena música. Le enseñé a gastar el dinero, a comprar ropa con buen gusto, a saber comer, a saber platicar, a disfrutar de una buena película y todas esas cosas que a la gente rica nos encanta.  Alguien me dijo que en Suiza se practicaban novedosos métodos para aclarar el cutis, pero eso no sólo se me hizo una exageración, sino la posibilidad de causar un daño irreversible en la salud de la Güera.

El fin de semana pasado, un matrimonio de la élite más poderosa de Chiapas nos invitó a una fiesta de jardín en su casa, y la Güera causó sensación cuando llegó ataviada con un veraniego vestido color magenta y espectaculares joyas de plata labrada, diseñadas por William Spratling, que compré en una subasta de Morton. “¿Podrías traerme un trago?”, le pregunté en determinado momento, y ella me respondió que no, que para eso estaban los meseros, que ella había ido a divertirse no a servir de criada. La tomé bruscamente de los brazos y con tono amenazante le pregunté: “¿por qué has cambiado tanto pinche Güera?